martes, 16 de agosto de 2011

La Revolución Hecha Imperio: Surgimiento del Presidencialismo Mexicano


"De ser el discreto secretario de estado pasa a ser el Emperador, el Sacerdote, el Padre, el Señor Presidente: Moctezuma, Moisés, Ulises y Benito Juárez, all rolled into one." - Carlos Fuentes

Desfilando por las calles de la Ciudad de México en coches descubiertos cual el carnaval de Río, consagrando obras con su nombre, erigiéndose magnánimo como estatua frente a la rectoría de la UNAM y pelando el diente con sus sonrisas, Miguel Alemán Valdés emulaba durante los años cuarenta en México el fasto virreinal. Investido con la banda presidencial, Alemán excedió en el ejerció del poder sus atribuciones constitucionales convirtiendo en la práctica a esta emblemática prenda en uncetro más efectivo que simbólico. Esta faraónica expresión de la calculada consolidación de la figura presidencial fue emprendida hábilmente por su antecesor Manuel Ávila Camacho en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.


Miguel Alemán ovacionado tras un discurso

Krauze decía que el presidencialismo imperial es el estilo de gobernar propio de los primeros mandatarios priístas desde Miguel Alemán hasta Carlos Salinas de Gortari; un constante y enconado esfuerzo por hacer de la Presidencia la consagración del “Poder entre Poderes”, casi a la manera del absolutismo pero amparada por el prestigio de la democracia constitucional:
Por un sexenio, el presidente gozaba de un poder absoluto. El que entraba le debía el puesto al que salía… La Constitución de 1917 propició esta concentración ilimitada de poder: radicó la soberanía sobre el suelo, el subsuelo, las aguas y los cielos en la nación; ésta, a su vez, la delegaba en el Estado, que la transmitía al gobierno, que finalmente la depositaba en el presidente. El único control posible que llegaba a ejercerse sobre un presidente en funciones (además del que provenía del exterior), era el que el propio presidente, por temperamento, convicción o por lo que se llamaba “austeridad republicana”, consentía en ejercer sobre sí mismo (Cosío Villegas 1974, pp. 7-14)

Fueron presidentes respaldados por la garantizada complacencia de un poder legislativo derivado directamente de un férreo control partidista, casi indistinguible en este sentido de la mecánica interna característica de le regulación del poder en el socialismo más doctrinario: el liderazgo partidista sin contrapeso como origen y causa del liderazgo presidencial. Este predominio sobre los diputados y senadores se debía a que el presidente era el líder efectivo del partido oficial. Desde que el general Lázaro Cárdenas exilió a Plutarco Elías Calles en 1936 el presidente de la república reafirmó “su autoridad sobre el ejército y sobre la administración y se convirtió, por primera vez desde la constitución del PNR, en el jefe real de la organización: en el nuevo líder de la ‘Revolución’” (Garrido 1982, p.187). Sin embargo, esa supremacía presidencial fue sólo públicamente visible hasta la última parte del sexenio avilacamachista, y se proyecto con explícita espectacularidad durante el mandato del joven político veracruzano a partir de 1946. Fue con Alemán que se afianzó con plena transparencia en la política nacional la característica y compleja conversión del poder personal en identidad institucional:
“El Presidente de México es sin duda más una institución que una persona, y todo el equilibrio buscado por los regímenes de la revolución descansa en esta premisa: institucionalizar el poder, impedir la anarquía, eliminar los caprichos personales del mandatario. Pero el hecho mismo de que el poder en México esté limitado a seis años y no sea renovable, exige sicológicamente mucho del mandatario. En primer lugar, porque sabe que no tendrá otra oportunidad de dejar su huella en la historia: ni se perpetuará como Trujillo, ni regresará como Perón. Y en seguida, y sobre todo, porque pequeño o grande, asume una carga superior a sus fuerzas; los símbolos implícitos que asume son muy exigentes. De ser el discreto secretario de estado pasa a ser el Emperador, el Sacerdote, el Padre, el Señor Presidente: Moctezuma, Moisés, Ulises y Benito Juárez, all rolled into one. […] Esto crea una especie de paranoia que desequilibra al personaje, pues si por un lado hay factores de tiempo puramente institucional, definidos por la ley, por el otro los factores de tipo simbólico, histórico, exigen de la personalidad presidencial un tributo sumamente grande, y el individuo tiene que sacar estos recursos de su propia personalidad. Pocos, muy pocos presidentes han sabido ser realmente ecuánimes en este sentido: sumar energía y justicia. Quizás sólo dos: Juárez y Cárdenas” (Fuentes 1979, pp.134-135).

Con el ascenso de Alemán y con la transformación del PRM en el PRI, se impuso en la historia de México un estilo de gobernar (González Compeán 2000). Un estilo caracterizado por la calculada ostentación de una legitimidad política avalada por una mayoría real que reconocía la efectividad del desempeño económico mostrado, y manifiesto en la exaltación de la figura presidencial como encarnación práctica y simbólica de los logros alcanzados:
“El PRI está compuesto no por individuos sino por corporaciones (herencia de Cárdenas); al mismo tiempo, es la Revolución hecho no sólo Gobierno sino Institución (herencia de Alemán). Por lo primero, se funde y confunde con la sociedad; por lo segundo, con el Estado. A lo largo de su historia el régimen logró conciliar los intereses encontrados y las rivalidades entre los grupos a través de la distribución de mercedes y privilegios, transacciones y compromisos. Fue una política que consiguió la estabilidad y cierto desarrollo pero que ha terminado por inmovilizar a la nación.”. (Paz 1998, p. 405)

Gral. Lázaro Cárdenas



El justificado reconocimiento de sus numerosos logros sociales y el hábil fortalecimiento del corporativismo obrero y campesino, explican, entre otras causas, la contradictoria aunque decisiva importancia del mandato de Lázaro Cárdenas. El prestigio acumulado, sin embargo, no fue reflejo ni garantía de una aprobación nacional unánime y menos aún de un control político interno estable (Garrido 1982; Medina 1978). La victoria de Ávila Camacho en las elecciones presidenciales de 1940 contó con la complicidad de autoridades electorales, de cuantiosos apoyos de las unidades de choque de la CTM y la CNC y apareció acompañada de una numerosa cantidad de irregularidades que permitieron una aplastante ventaja sobre el general Juan Andreu Almazán (Garrido 1982; Medina 1978; Salmerón 2000). La designación del poblano sobre un candidato mucho más “radical”, como Francisco J. Múgica (hombre que originalmente apoyaban las centrales obreras y campesinas), obedeció al interés del gobierno federal por fortalecer su relación con las fuerzas políticas de derecha (empresarios como los del Grupo Monterrey, católicos adversos al proyecto de educación socialista en épocas de Cárdenas, o clases medias que no se sentían incluidas en las reformas sociales cardenistas) en una época que se vislumbraba sumamente complicada. El presidente de la República había dejado de ser un subordinado del partido oficial, pero aún no era el jefe indiscutido, ni tampoco significaba que no existiesen fuerzas de oposición dentro y fuera del PRM (Garrido 1982).
El general Ávila Camacho asumió la presidencia de la República sin la plena convicción democrática de un triunfo legítimo en la elección del 7 de Julio de 1940 (Salmerón 2000). Su frágil condición lo obligó a mostrar de inmediato una actitud conciliadora e incluyente que proyectara una urgente impresión de estabilidad en un contexto internacional (el de la Segunda Guerra Mundial) agudamente polarizado que amenazaba con replicarse en territorio nacional con potenciales consecuencias destructivas para el país, como una invasión norteamericana justificable por el riesgo de su seguridad nacional (Salmerón 2000).
La política de unidad nacional consistió en una serie de pasos que permitieron al presidente de la república concentrar poderes que rebasaron paulatinamente tanto sus facultades constitucionales como sus atribuciones partidistas. Casi desde el principio de su gestión, el Presidente decidió neutralizar al sector militar dentro del PRM. En un contexto de guerra mundial, las escisiones militares, como la del general Almazán, implicaban un latente riesgo para la precaria unidad nacional, por lo que se decidió confinarlos a los cuarteles militares mediante una estricta restricción a funciones de exclusiva seguridad nacional (Garrido 1982; Medina 1978). Paulatinamente se fue removiendo a los jefes militares no afines con Ávila Camacho, además que “la mayor parte de los oficiales avilacamachistas [del extinto sector militar], siguiendo las instrucciones presidenciales, entraron en realidad al sector popular” (Garrido 1982, p. 305). Dándoles posiciones dentro de la CNC, y más adelante de la CNOP, el presidente negoció la subordinación del ejército más allá de la previsible convocatoria a la defensa de la seguridad nacional. Asegurada la lealtad de las fuerzas armadas al general poblano, quedaba garantizar la incondicionalidad de los demás sectores del partido, y en particular la de la CTM.
La notoria importancia que tiene la producción en una guerra, implica que huelgas o conflictos con los trabajadores sean muy costosos para cualquier economía. México necesitaba evitar esta situación, de manera que el gobierno pactó con la CTM que los trabajadores no llamaran a huelgas, buscando mecanismos de conciliación y arbitraje para resolver sus disputas mientras duraba la guerra (Garrido 1982; Medina 1978; Salmerón 2000). A cambio el gobierno satisfaría una serie de las demandas que venían planteando los cetemistas desde hace un tiempo, como la creación del Seguro Social:
El Seguro Social venía a constituir la contrapartida, el pago puede decirse, a la aquiescencia de los cuadros sindicales a reducir la militancia obrera y a disminuir el número de huelgas. Institucionalmente, su sentido político más profundo consistía en ser el síntoma de la sustitución de la lucha de clases por la justicia social, elemento este último destinado a la postre a determinar tanto la ideología del movimiento obrero como la actitud del estado en sus relaciones con él (Medina 1978, p. 293).

Lombardo Toledano y Fidel Velázquez

Con el mismo propósito, el gobierno federal se dio a la tarea de consolidar a las dirigencias sindicales que le convenía en los puestos más importantes de las centrales obreras: Antes que Lombardo Toledano dejara la dirigencia de la CTM, Fidel Velázquez ya hacía política en el interior de la central y tanto él como “los suyos se habían hecho de los puestos clave de la central y dominaban su estructura” (Salmerón 2000, p. 189), proceso que revelaba la peculiar capacidad negociadora que identifica plenamente al corporativismo como un eficaz sistema de control político:
La base del sistema mexicano es el control de las organizaciones obreras, campesinas y populares. Pero la palabra control contiene la idea de dominación y mando; la relación entre esas organizaciones y el sistema es más sutil y libre. Habría que hablar más bien de cooptación de los dirigentes obreros, campesinos y populares. Todos ellos, de una manera u otra, son parte del régimen y ocupan un alto lugar en la jerarquía. Sin embargo, la integración de los dirigentes populares dentro del grupo director del país no explica enteramente el fenómeno. Hay otro factor: los sucesivos gobiernos nunca han sido indiferentes a la situación de los trabajadores, sobre todo a la de los urbanos. El populismo ha sido uno de los rasgos distintivos de la política mexicana desde que la Revolución se transformó en gobierno. Hoy se critica al populismo pero esa crítica no debe ocultarnos sus aspectos positivos en una sociedad como la mexicana, en la que los pobres son tan pobres y los ricos tan ricos, el populismo, aunque manirroto y demagógico, equilibró un poco la balanza en el pasado (Paz 1998, pp.385-386).
La selección de candidatos para la elección federal de 1943 enfrentó a los distintos sectores del PRM por la supremacía del Congreso. La CTM se disputó los representantes con la CNC y con la recién creada CNOP. La repartición de candidaturas era crucial para el presidente de la República; la facilidad para la aprobación de legislación dependía de qué sector tuviera más diputados en el Congreso. La primera parte del sexenio había enfrentando en diversas ocasiones a los grupos mayoritarios en las cámaras y entre ellas. Constantemente la Cámara de Diputados y el Senado habían tenido desacuerdos sobre las iniciativas de ley debido a que en la cámara baja el grupo mayoritario era de afiliación popular (CTM o CNC y de tendencias más cardenistas) mientras que en la cámara alta predominaban políticos de una inclinación más de derecha y partidarios más fieles de Ávila Camacho (Medina 1978). Bajo el acuerdo de unidad nacional, que exigía a los sectores supeditar sus intereses por el de la nación, las candidaturas para la elección federal se repartieron de la siguiente manera: la CTM presentaba 21 candidatos, la CNOP 56, la CNC 43 y los restantes 24 fueron repartidos entre otras agrupaciones obreras y campesinas menores (Medina 1978, p. 199). La CTM perdió parte de su peso específico en la nueva legislatura debido al fortalecimiento del sector popular mediante la CNOP, que buscaba consolidar la participación política de nuevos estratos sociales donde se reclutaría abrumadoramente a la clase política. “Con la representación cenopista, sumada la campesina –cuya central principal, la CNC, era dirigida por un hombre del gobierno- el presidente Ávila Camacho tendría asegurada una mayoría importante en la cámara baja (Medina 1978, p. 199).
El control del Congreso por parte del Ejecutivo no hubiera sido posible sin la creación de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares; este vino a vigorizar el sector popular formando un contrapeso al sector obrero que tenía gran predominio en la orientación de las políticas públicas. Esta central permitió incorporar al partido oficial a una amplia gama de sectores urbanos que no estaban identificados con las demandas obreras ni las campesinas y se buscaba así atraer a grupos como los universitarios teniendo el efecto de neutralizar a otras fuerzas políticas, como podían ser Acción Nacional o en su momento la candidatura del general Almazán, que se habían nutrido de dichos sectores. “La CNOP había sido creada para separar a la clase política de las organizaciones de masas, para darle al gobierno y al presidente un margen de maniobra frente a las organizaciones obreras y campesinas, para consolidar la política de unidad nacional, y para ampliar la base social del partido, empezando a concebirlo como el partido de la sociedad mexicana y no sólo de los trabajadores” (Salmerón 2000, p. 195) El poder presidencial sobre el partido y el Legislativo se cimentó en la CNOP que construyó un grupo de políticos leales a la cima política en lugar de a las bases del partido (Garrido 1982; Medina 1978; Salmerón 2000); la “unidad en la cúspide, la calma en el Congreso... el último apretón a las tuercas de la disciplina política de la familia oficial” (Medina 1978, p. 190).
Bibliografía:
Fuentes, Carlos, Cara a Cara II, Cara a cara II, Editorial Posada, México D.F., 1979
Garrido, Luis Javier, El Partido de la Revolución Institucionalizada (Medio Siglo de Poder Político en México). La Formación del Nuevo Estado (1928 – 1945), Siglo Veintiuno Editores, México D.F., 1982
González Compeán, Miguel, “El Conflicto y las Instituciones: La Revolución con Objetivos” en El Partido de la Revolución. Institución y Conflicto (1928 – 1999) coordinado por Miguel González Compeán y Leonardo Lomelí, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2000
Krauze, Enrique, La Presidencia Imperial, Fabula Tusquests Editores, México D.F., 2002
Medina, Luis, Del Cardenismo al Avilacamachismo, El Colegio de México, México D.F., 1978.
Paz, Octavio, “Reflexiones sobre el presente” en El Peregrino en su patria. Historia y política de México. Obras Completas, Tomo 8, 1998
Salmerón Sanginés, Pedro, “El Partido de la Unidad Nacional (1938 – 1945)” en El Partido de la Revolución. Institución y Conflicto (1928 – 1999) coordinado por Miguel González Compeán y Leonardo Lomelí, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2000

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